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HISTORIA DEL HOMBRE QUE VIVE TODAVÍA ESCRITO POR BIBLIOTECA EL ABRIL 2, 2013. POSTEADO EN LECTURAS RECOMENDADAS Por Julia Comba

5ª PARTE
La Escuela n° 756 queda en Las Flores, uno de los barrios más humildes de Rosario, tiene las paredes blancas despintadas, las aberturas verde inglés y se ubica en el cruce de dos calles donde abundan los carros tirados por caballos y los perros.
Mari, la portera, me recibe y dice que conocía a Claudio, pero no mucho, porque hacían turnos diferentes. Es petisa y como amontonadita, algo encorvada. Tendrá cerca de 65 años y camina con pasitos cortos, balanceando su cuerpo de un lado a otro. Lleva el pelo recogido en un rodete prolijo, muy a lo portera.
Mari se enteró de la muerte de Pocho por televisión. Aquella tarde sus amigas la llamaban por teléfono porque veían gente y policías en la escuela. Querían saber qué pasaba. Pero ella no sabía:
- El barrio era todo corridas, se escuchaban tiros. Así que me quedé en casa. -recuerda mientras me acompaña a ver el mural que se hizo en la parte trasera de la escuela, la que da a la colectora de la Av. Circunvalación, un callejón lleno de barro, basura y yuyos- Cuando empieza a la noche un programa en la tele, de ese gordo… ¿Cómo es que se llama?… ahí empieza el programa y dice “en Rosario lo mataron a Claudio Lepratti”-. No pudieron Horas antes de esos llamados las hermanas Claudia y Graciela Cappelano llegaban tarde y con los ojos rojos a la escuela. Habían esperado todo el día el llamado de la Directora para saber qué hacer. Como nadie les dijo nada fueron a trabajar igual.
Graciela era -y sigue siendo- ayudante de cocina en el comedor. Claudia es portera desde hace unos diez años, dice que heredó el puesto de su padre. Habían llegaron en moto a eso de las 17.45hs, pero solían entrar 16.30hs. Graciela dejó los bolsos arriba de una mesada, se ató el delantal y se puso a conversar con Lidia, la cocinera, y con su hermana. Comentó que llegaron tarde porque había gente enfrente del supermercado y la policía reprimía. Claudia dijo que el barrio estaba todo cortado y que tenían los ojos rojos por los gases lacrimógenos.
Después preguntaron por Claudio, el otro ayudante de la cocinera. Lidia les dijo que estaba “renegando desde hoy” porque ya había subido varias veces al techo para ver los disturbios y ella lo necesitaba en la cocina. Graciela miró el reloj: eran las 18.10hs. Dijo que iba al techo a buscarlo y le pidió a su hermana que la acompañe. Tenían miedo pero querían ver, ellas también, qué pasaba.
Treparon por una escalera de madera. Saludaron a Claudio y charlaron unos minutos. La Av. Circunvalación estaba cortada, había patrulleros y muchos policías, a una cuadra los vecinos del barrio La Granada se peleaban con los oficiales, la tarde olía a gas lacrimógeno y sonaba a disparos y llantos de chicos. En ese momento subió también Diego Portesio, un docente de Matemáticas que, como tampoco sabía bien lo que estaba pasando, había ido hasta la Escuela para ver si se tomaban los exámenes del día.
Claudio se fue más adelante, sobre el techo de zinc, para ver mejor. Las hermanas se disponían a bajar. Claudia estaba de espaldas así que no vio venir al patrullero. Graciela y Diego sí lo vieron: un corsa blanco con el número 2270 que venía en contramano por el callejón. Pocho se asomó y, según Graciela, les gritó:
- ¡Dejen de tirar manga de hijos de puta! ¡Acá hay chicos, estamos trabajando!
- ¡Hijos de puta, no maten a la gente! – dice Claudia que gritó Pocho.
El auto frenó en seco. Del asiento trasero derecho bajó Esteban Velázquez, todo vestido de negro.
-¡¿A vos qué te pasa la concha de tu madre?! –gritó.
Y disparó.
La bala de la escopeta Itaka dio en la garganta de Pocho. Los demás se tiraron al piso. Claudio gritó: “¡Me dieron y no con bala de goma!”. Se escucharon otros dos disparos. Claudia pidió que no tiren más y se acercó agachada hasta donde estaba Pocho. Dice que los policías seguían apuntando. Le ordenó a su hermana que trajera trapos, que estaba herido, que llame a la ambulancia.
-Era como cuando se rompe un caño de agua, que sale para todos lados, así le salía la sangre. Yo no sabía bien dónde le habían pegado – me dirá Claudia después de diez años, en ese mismo comedor de esa misma escuela, entre mesas de fórmica y vasitos de plástico amarillos. Y dirá también que los policías eran tres, que el conductor se bajó y se apoyó en el auto, como mirando quién pasa por la calle, que al acompañante no lo vio bajar –después se comprobó que también disparó-, que les gritó que llamen a una ambulancia y que ellos se rieron y se fueron.
Graciela bajó, pidió a los vecinos que llamen a la ambulancia. Pero no llegaba. El marido de la cocinera vino en su auto. Bajaron a Claudio entre siete u ocho personas, por el lado del callejón y lo subieron al vehículo. Se había amontonado mucha gente. El esposo de la cocinera, las hermanas y el herido se fueron hasta la comisaría para pedir que les abrieran el paso. Vieron al patrullero estacionado. Graciela reconoció a Velázquez y se le fue encima:
-¡Cómo le vas a pegar así! Este chico se está muriendo. ¡Nosotros estábamos trabajando, no estábamos en los saqueos!
- Y nena, ¿Para qué me puteó? Aparte, yo no le pegué. Se lastimó con un vidrio –le respondió contradictorio.
El paso nunca se lo abrieron. Graciela sacó el guardapolvo por la ventana y prendidos a la bocina se hicieron paso solos. Claudia llevaba a Pocho en su regazo.
-Era todo sangre – dice Claudia y se señala el torso – tenía frío, temblaba, no hablaba más-.
Pocho murió cuarenta y cinco minutos después en el Hospital de Emergencias.
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