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La Biblia y oriente antiguo

SITUACIÓN DE PALESTINA EN TIEMPOS DE JESÚS Francesc Ramis Darder
El general Pompeyo (63 aC.) conquistó Jerusalén e incorporó Palestina al Imperio Romano. Tras muchas vicisitudes, el año 37 aC., Herodes el Grande (73-4 aC.) subió al trono en calidad de rey vasallo de Roma. Herodes, cruel y despótico, tuvo la habilidad de congraciarse con Roma, reedificar el Templo de Jerusalén, construir fortalezas, y edificar ciudades (Cesarea, Tiberias). A la muerte del rey, el estado se dividió entre sus hijos (Arquelao, Herodes Antipas, y Filipo), pero los conflictos originados tras el reparto obligaron a los romanos a gobernar Palestina directamente mediante procuradores. El más famoso fue Poncio Pilato (26-36) en cuya época murió crucificado Jesús de Nazaret.
La división administrativa impuesta al país sufrió constantes cambios; pero, básicamente, los romanos dividieron Palestina en tres provincias: Galilea, Samaría y Judea.
Galilea, ubicada al norte, era una región próspera y bien situada junto a las vías de comunicación. El mar de Galilea proporcionaba abundante pesca, asentándose en sus orillas industrias de salazón. El agua del lago y las fuentes del Jordán propiciaban un terreno feraz. La edificación de nuevas ciudades desarrolló la construcción, favoreció la explotación de canteras, y propició la inmigración de trabajadores. La población era de religión judía; aunque había grupos hebreos radicales y, en general, la cultura estaba influenciada por la mentalidad griega.
Samaría, situada en el centro, disponía del cauce del Jordán que propiciaba abundantes cosechas. La proximidad de las rutas comerciales favorecía el comercio. En una de sus ciudades, Cesarea del Mar, residían habitualmente los procuradores romanos. La población era mixta y compleja. La minoría, los samaritanos, constituían una rama escindida del judaísmo oficial. La mayoría de pobladores descendía de emigrantes instalados en el año 722 aC. por el rey Sargón II de Asiria y, por tanto, no eran de raza ni de religión judía. La diferencia racial y religiosa entre samaritanos y judíos ocasionaba continuos enfrentamientos entre ambos grupos.
A Judea, la provincia del sur, pertenecía Jerusalén con su magnificente Templo remozado en profundidad por Herodes. La provincia era pobre, carecía del agua del Jordán, padecía la esterilidad del desierto y soportaba la inutilidad del agua del Mar Muerto. Su fortuna provenía de los beneficios del Templo procedentes de la limosna de los peregrinos, la donación obligatoria de todo judío, y de los múltiples sacrificios oficiados por los sacerdotes. La población era de religión y cultura judía, aunque fragmentada en diversas tendencias.
El Imperio Romano respetó, generalmente, la religión y las costumbres judías, pero a cambio exigió el pago de elevados impuestos. Los judíos también pagaban impuestos a las autoridades judías y al Templo de Jerusalén. La tasa que aplastaba al pueblo era la recaudada por los romanos, sumiendo a la región en la miseria. Parte de la población padecía esclavitud para satisfacer las deudas, y los hombres empobrecidos, antes de someterse a esclavitud, vivían del bandidaje.
Los publicanos cobraban los impuestos y solían exigir a la gente mucho más de lo debido a fin de enriquecerse. Al contar con el respaldo militar si alguien se negaba a abonar la tasa era obligado por la fuerza; cuando no podía pagar, el deudor y su familia eran vendidos como esclavos.
El pueblo sencillo odiaba a los publicanos por su injusticia. Los nacionalistas judíos les despreciaban por su colaboracionismo con Roma. Las personas religiosas les consideraban culpables de la desgracia de Israel; pues, en su opinión, el cobro de impuestos mantenía el poder romano, y la presencia de una potencia extranjera en Palestina hacía que, según la creencia judía, Dios retrasara la llegada del Mesías para instaurar su Reino.
En definitiva, las condiciones políticas, económicas y sociales de Palestina en el tiempo de Cristo, causaban la miseria de la población y sembraban impotencia y desánimo en el corazón del pueblo.




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