El
reino de Judá
Cuando Roboam regresó a Jerusalén, huyendo de las
tribus rebeldes, se encontró a la cabeza de un reino muy amputado, que iba a
seguir su propio camino, ya como aliado o ya como enemigo de su vecino del
norte, Israel. A diferencia de este último, no cambió nunca su capital, conservando
la ciudad que David le había dado. Ese reino aparecerá en el texto con los
nombres de Reino de Judá o Judá, y a veces Jerusalén, designando en esos casos
la capital a todo el reino.
Judá,
el reino de la promesa
Igual que cualquier linaje real, el de David
tendrá sus grandes soberanos y sus monarcas lastimosos, vivirá horas de gloria
y momentos de miseria y humillación, pero a diferencia de cualquier otro
llevará consigo una promesa divina que perdurará a través de los siglos y que
hallará su coronación en el reinado universal de Jesús. Por medio del profeta
Natán, Dios se había comprometido con la familia de David, y Dios es fiel a sus
promesas: la estabilidad dinástica fue la primera señal de ello. Una prueba
fehaciente de esa fidelidad tuvo lugar con motivo del golpe de estado contra la
reina Atalía (841-835).
Hija de Ajab, rey de Israel, de origen fenicio por
su madre Jezabel, Atalía pensó que había masacrado a todos los descendientes
del rey, pero el más joven se salvó (2Re 11,1). Cuando el principito tuvo siete
años, el sumo sacerdote organizó un complot. El niño fue coronado y la abuela
ejecutada: la dinastía de David recuperaba sus derechos.
Judá
en los arcanos de la política internacional
La promesa de Dios no impidió que Jerusalén
conociera todos los vaivenes de la historia. De regreso en Jerusalén, luego del
cisma de Siquem, Roboam preparó una expedición contra las tribus del norte con
el fin de ponerlas de nuevo bajo su autoridad, pero el profeta Semaya lo hizo
entrar en razón: el rey renunció a su proyecto. Poco después los egipcios,
encabezados por el faraón Sesonq I (950-929) emprendieron una campaña contra
Judá durante la cual el Templo y el palacio real fueron despojados de sus
riquezas; así quedó al descubierto la fragilidad del reino. Cuando, dos siglos
más tarde, los reyes de Samaria y de Damasco quisieron comprometer a Jerusalén
en una coalición contra Asiria (734), Ajaz, que reinaba entonces en Judá,
siguiendo los sabios consejos del profeta Isaías, se negó; suerte para él, se libró
del problema pagando un fuerte tributo, pero los aliados perdieron sus reinos.
Ezequías
Pero le llegó su hora a Asiria: mientras por un
lado las amenazas exteriores cada vez más numerosas mantenían en jaque a los
ejércitos de Nínive, por otro, las crisis de palacio hacían tambalear el poder
con cada cambio de rey. Los reinos sometidos y reducidos a provincias del
imperio asirio se aprovecharon de esa coyuntura para sacudir el yugo de la
opresión: los más activos en la rebelión fueron evidentemente Egipto y
Babilonia. Ezequías creyó oportuno aliarse a los rebeldes, contando sobre todo
con el apoyo del faraón; pero le fue mal. Senaquerib, rey de Asur, invadió
Judá, sitió todas las ciudades fortificadas y se apoderó de todas ellas…
Ezequías, pues, le entregó todo el dinero que se hallaban en la Casa de Yavé y en los tesoros
de la casa real (2Re 18,13).
Senaquerib (705-681) volvió de nuevo con la
intención, al parecer, de acabar con Jerusalén; el rey, aconsejado por el
profeta Isaías, se negó a rendirse y, Dios, respondiendo a su plegaria,
intervino milagrosamente. Teniendo que acudir a sofocar la rebelión de Egipto,
Senaquerib levantó precipitadamente el sitio de la Ciudad Santa. Pero
ya no iba a volver más al reino de Judá; diez años más tarde, sus dos hijos lo
degollaron en Nínive en el templo de su dios Nisrok.
Los
profetas
La historia del reino de Judá no habría tenido una
tal significación si los cuatro siglos de su historia, desde el rey David hacia
el año 1000 hasta el Exilio el año 587, no hubiesen sido el tiempo de los
profetas, o al menos, de los más grandes de ellos. Y fueron los libros
proféticos de la Biblia
los que nos guardaron lo más significativo de esa historia. Aun cuando su
testimonio y sus llamados no lograron detener la lenta pero inevitable
decadencia del pequeño reino de Jerusalén, hicieron de la alianza sellada en el
Sinaí y de las promesas de Dios una fuerza espiritual definitivamente enraizada
en el pueblo de Israel. Sin ellos no podrían comprenderse los continuos
regresos de Israel a la
Alianza que Dios le había a la vez ofrecido e impuesto.
Las primeras manifestaciones de esa llama que
permaneció viva en los peores momentos fueron la gran Pascua de Ezequías y la
reforma de Josías. Luego, será la hazaña extraordinaria de la vuelta del
Exilio. Por último será el apostolado entre los paganos, que preparó la
evangelización del mundo. Pero aquí nada mejor que leer los libros sagrados.
La
gran Pascua
Era el tiempo, antes o después del año 700, en que
el profeta Isaías pronunciaba sus oráculos y no vacilaba en intervenir
directamente en la política real. Aun cuando pueda parecer que los profetas
hablaban a menudo sin ser escuchados, éstos y sus cofradías ejercían una
poderosa influencia. El segundo libro de las Crónicas atribuye al rey Ezequías
una obra de reforma muy importante en el plano religioso. Y la manifestación
más importante de esa renovación fue la gran Pascua que celebró en Jerusalén
hacia el año 700. El pueblo de Judá, a sabiendas de los desastres que habían
llevado a la ruina al reino de Samaria, comprendió que era necesario volver a
sus orígenes. Muchos sacerdotes del reino del norte se habían refugiado en
Jerusalén y tomaron parte en ese esfuerzo que trataba de regular toda la vida
del pueblo conforme a la ley de Moisés, adaptada a las circunstancias de esa
época. Fue entonces, probablemente, cuando comenzó a ser redactado el
Deuteronomio, cuyo descubrimiento ochenta años después sería el origen de la Reforma de Josías.
Pero ese despertar religioso no duró más que algunos
años. Luego vino el muy largo reinado de Manasés, quien sólo quiso seguir la
pendiente más fácil. La preponderancia de Asiria se dejó sentir hasta en los
asuntos religiosos y una vez más las religiones importadas suplantaron el culto
de Yavé hasta en su mismo templo. Después de él vino su hijo Amón, quien siguió
sus pasos y acabó siendo asesinado por los militares. Pero entonces, igual que
en los días de Atalía, los elementos más sanos del “pueblo del país”, es decir,
los burgueses de Jerusalén, pusieron en jaque a los conjurados y sentaron en el
trono a un hijo del difunto, un niño llamado Josías.
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