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La Biblia y Oriente Antiguo



Francesc Ramis Darder
El rey David y su hijo Salomón gobernaron sobre dos estados: Judá e Israel. Cuando murió Salomón, Judá e Israel, se convirtieron de nuevo en reinos independientes. El reino de Judá, regido por Roboam, mantuvo la capital en Jerusalén. El reino de Israel, cuyo primer monarca fue Jeroboam I, estableció, tras algunos titubeos, la capital en Samaría. Tras la escisión de ambos reinos, la hostilidad entre Judá e Israel fue incesante, y los sucesivos desencuentros tiñeron de sangre las tierras palestinas.
El conflicto armado más doloroso que se produjo entre ambos países fue la llamada guerra Siro-efrainita. Los motivos que iniciaron el conflicto y el posterior desarrollo de la contienda constituyen un motivo de discusión entre los historiadores. La Sagrada Escritura describe algunos avatares de la guerra en 2Re 15,27-16,19; Is 7-8 y 2Cro 28. La Biblia no se limita a constatar datos históricos. Reflexiona sobre la actuación de los personajes y el desarrollo de los acontecimientos, con la intención de ofrecer al lector una enseñanza religiosa.
Durante la guerra Siro-efrainita, el rey de Israel atacó Judá. El ejército de Israel derrotó a las tropas de Judá y capturó doscientos mil prisioneros, que llevó cautivos a Samaría. El destino de un prisionero de guerra era triste, pues habitualmente era vendido como esclavo y trasladado a regiones muy distantes de su patria, con lo que perdía todo vínculo familiar, social y religioso.
Cuando los presos iban custodiados a Samaría, un profeta del Señor, Oded, salió al encuentro de la comitiva. El profeta, en nombre de Dios, censuró la crueldad que ejercían los soldados israelitas sobre los prisioneros judaítas; y, desautorizó la decisión de condenar a esclavitud a los vencidos. La actitud de Oded es sorprendente. Oded es un profeta israelita, que se opone a la opresión que sus compatriotas ejercen contra los enemigos vencidos.
La predicación de Oded va todavía más lejos. Exige que los prisioneros sean liberados. Los soldados israelitas escuchan el mensaje de Oded, y libertan a los prisioneros devolviéndoles, además, el botín que habían tomado cuando invadieron Judá.
Oded persiste en anunciar a los soldados vencedores la voluntad de Dios. Y los israelitas no sólo libertan a los cautivos, sino que se preocupan de vestir a quienes estaban desnudos y calzar a quines iban descalzos. También reparten entre los prisioneros ya liberados, comida y bebida; les curan las heridas con aceite, y montan a quienes estaban heridos en sus propios caballos para trasladarlos a Jericó donde recibirían mejor asistencia (2Cr 28).
El relato referente a Oded es breve, pero destaca una virtud inaudita en el mundo antiguo, y rara en el Antiguo Testamento: el amor a los enemigos. Oded fue capaz de ver en el rostro de los judaítas vencidos algo más que un botín de guerra. Percibió en los enemigos de su pueblo que habían sido derrotados, a sus hermanos (2Cro 28,8). Y por eso fue capaz de predicar y vivir el amor que se concreta en la práctica de la misericordia.
Percibir en el rostro de cada semejante la mirada del hermano es difícil, pero es el primer paso para poder amar al prójimo. Si no somos capaces de ver en el corazón de nuestros semejantes el alma de nuestro hermano, quizá podamos ayudarlos, seguramente sepamos asistirlos, y tal vez llegaremos a entenderlos; pero difícilmente podremos amarlos. Oded vio en los enemigos vencidos el rostro de sus hermanos, y porque amó con tesón, pudo convencer a sus compatriotas de que practicaran la misericordia con sus rivales.
Las profecías del AT alcanzan su plenitud en el mensaje del NT. Jesús de Nazaret, con el testimonio de su vida y la fuerza de su palabra, llevó a su plenitud la tarea profética de Oded. En el Sermón de la Montaña exigió el amor a los enemigos (Mt 5,43-48), y en la Cruz perdonó a sus verdugos (Lc 23,34). ¡Sólo el amor hace las cosas nuevas!

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