La
fiesta judía de Pentecostés era una celebración agrícola que conmemoraba el
término del ciclo de la cosecha. Esta se celebraba 50 días después de la Pascua
y estaba asociada al don de la ley en el Sinaí, simbolizando que la liberación
de Egipto iba encaminada a salvaguardar dicha libertad por mediación del
cumplimiento de la ley. Para los cristianos, la mediación de la ley mosaica
queda superada por la ley del Espíritu, es decir por la renovación interior. El
comienzo de la vida cristiana no es resultado de la buena voluntad del
creyente. El movimiento decisivo lo cumple Dios, que a través de su gracia,
renueva el corazón de la persona. Confesarse necesitado de salvación parece
desusado en una sociedad ufana de sus conquistas, segura de sus terapias y
liberada demasiado rápido de la conciencia de ser pecadora. La oferta de
salvación no se impone a nadie. Quien la valore, la podrá buscar y acoger con
apertura de corazón.
REFLEXION
Evangelio según Juan capítulo 20, versículos 19 al 23
Cristo
Resucitado con sus reiteradas apariciones muestra, una vez más, su entrañable
misericordia hacia sus discípulos tan necesitados de ser fortalecidos y
confirmados en la fe en la Resurrección, para que luego sean sus testigos y
puedan anunciarle al mundo entero, guiados por la presencia poderosa del
Espíritu Santo que infunde en sus corazones, plenitud y complemento de la
Pascua.
“Al
atardecer de aquel día, el primero de la semana”. La institución del primer día
de la semana como Día del Señor, como Domingo, en sustitución del venerable
sábado, tuvo lugar a causa de estos encuentros con El Señor Resucitado y del
acontecimiento de Pentecostés.
“Estaban
los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos”.
Estaban aterrados ante el posible acoso de los enemigos, pues estarían
irritados con el supuesto robo del cuerpo del Señor. Fue entonces cuando “entró
Jesús, se puso en medio “ como siempre, como el amigo que era antes, con deseos
de estar con ellos, de conversar, de compartir, es Jesús amigo misericordioso y
amable, “y les dijo: paz a ustedes”, les saluda, les sonríe, habla con ellos,
como tantas veces. Jesús resucitado vive en su Iglesia, está en medio de su
Iglesia, protegiéndola, asistiéndola, defendiéndola como Buen Pastor. La paz
del Resucitado es la paz, fruto del Espíritu Santo, es la paz del Príncipe de
la paz, el compendio de todos bienes y bendiciones de Dios, rico en
misericordia; es la paz que brota del Corazón de Cristo vivo e inunda las almas
de todos aquellos que lo reciben con un corazón dócil y humilde; la paz de la
Resurrección es una persona: El Señor crucificado y resucitado. Confiemos en la
misericordia de Jesús, que nos consuela en nuestras horas más bajas y desoladas
como hizo con los suyos.
“Y
les enseñó las manos y el costado”. Los Apóstoles y discípulos mirarían y
tocarían con atención y reverencia las sagradas cicatrices. Manos heridas,
costado abierto, heridas que brillan
como trofeos de victoria; las llagas benditas en el cuerpo luminoso de Jesús
nos están hablando a gritos del amor misericordioso del Señor, nos declaran el
amor hasta el extremo de Cristo, son la prueba evidente de la batalla que ha
librado contra Satanás, el pecado y la muerte por amor a cada uno de nosotros;
su costado traspasado y abierto es invitación insistente a entrar en la
intimidad de Dios. “Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor”.
La alegría que surge en los corazones y se manifiesta en los labios y en los
ojos de los discípulos es fruto de la Pascua, fruto precioso de la acción del
Espíritu Santo en las almas que lo acogen, signo de la presencia del Resucitado
en medio de nosotros. Es Él, el de siempre. Todos sonríen, una felicidad
profunda, que no es de este mundo, comienza a brotar en los corazones de todos los presentes, ya
se han disipado las negras dudas; y las tinieblas del temor y la incertidumbre
se han trocado en gozo luminoso, pascual. Ya nada ni nadie podrá quitarnos esa
alegría. No tenemos ningún motivo para la tristeza. La Resurrección es para
nosotros una fiesta.
“Como
el Padre me ha enviado, así también los envío yo”. Jesús confía a sus Apóstoles
su misma misión, la que el Padre le ha encomendado a Él, así se manifiesta
igual al Padre en el poder de enviar; misión que han de prolongar a través del
tiempo y el espacio hasta el fin del mundo, y así envía a los Apóstoles para
que sean como Él, ministros de pacificación y reconciliación. Para esta gran
misión necesitan la fuerza vivificadora del Espíritu. Por eso “soplo sobre
ellos y les dijo: Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los
pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan
retenidos”. Parte esencial de ese ministerio de reconciliación es el perdón de
los pecados, porque el pecado es lo que enemista al hombre con Dios. Jesús
tenía ese poder y ahora lo da a los Apóstoles y
a sus sucesores, los Obispos y a los colaboradores de éstos, los
presbíteros.
El
mismo Espíritu Santo del Padre y del Hijo ha sido derramado sobre todos y cada
uno de nosotros, Pueblo de Dios, constituido como pueblo consagrado a Él en el
bautismo y enviado por Él al mundo para anunciar el Evangelio que nos salva.
Todos los miembros del Pueblo de Dios somos marcados por el Espíritu y llamados
a la santidad. ¡Cuántas cosas haríamos si nos dejásemos guiar por el Espíritu
santo!
El
Espíritu Santo nos revela y nos comunica la vocación que el Padre dirige a
todos desde la eternidad: la vocación a ser santos y a vivir en su presencia,
en el amor, a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo. El Espíritu nos
conforma con Cristo Jesús y nos hace partícipes de su vida filial, de su amor
al Padre y a los hermanos. Así la existencia cristiana es vida espiritual, vida
animada y dirigida por el Espíritu hacia la perfección de la caridad.
La
misión, a la que somos enviados todos los discípulos del Señor está bajo el
influjo del Espíritu. Así fue en Jesús, así fue en los Apóstoles, así es en
toda la Iglesia: todos recibimos el Espíritu como un don y una llamada a
santificarnos cumpliendo con nuestra misión, la que Dios nos confía y donde nos
la confía.
El
Espíritu Santo recibido en el sacramento del bautismo y de la confirmación es
fuente de santidad y llamada a la santificación porque anima y vivifica nuestra
vida de cada día, enriqueciéndola con dones y exigencias, con virtudes y
fuerzas, que se compendian en la caridad. Para todos los cristianos es una
exigencia fundamental e irrenunciable seguir e imitar a Cristo, por la fuerza
de la íntima comunión de vida con él, realizada por el Espíritu.
Jesús
hace resonar también hoy en nuestro corazón las palabras que pronunció en el
Cenáculo de Jerusalén: “Reciban el Espíritu Santo”. Nuestra fe nos revela la
presencia operante del Espíritu de Cristo en nuestro ser, en nuestro actuar, en
nuestro pensar y sentir, en nuestro hablar y tratar, en nuestro vivir. El
Espíritu Santo es el gran protagonista de nuestra vida espiritual. Él crea el
«corazón nuevo», lo anima y lo guía con la «ley nueva» de la caridad. Y si
queremos crecer espiritualmente hemos de tener la certeza de que no nos faltará
nunca la gracia del Espíritu Santo, como don totalmente gratuito. No merecemos
el don del Espíritu, pero lo necesitamos con urgencia. La conciencia del don en
nosotros nos infunde la confianza indestructible del discípulo de Cristo en las
dificultades, en las tentaciones, en las debilidades y en las persecuciones con
que podemos encontrarnos en el camino.
Juan
20,19-23 ¡Estamos en Pentecostés!
Un
día esperado por tantos movimientos apostólicos y tantas asociaciones católicas,
que han descubierto en nuestros días lo que el Espíritu Santo significa en la
vida cristiana. Con el Espíritu Santo, se explica todo; sin el Espíritu Santo,
no se explica nada.
El
Espíritu Santo es el gran regalo que Jesús nos hace nada más resucitado, pues,
como nos dice el Evangelio de hoy, al presentarse el Señor en medio de los
apóstoles, les dice, a la vez que sopla y exhala su aliento sobre ellos:
-
¡Recibid el Espíritu Santo!...
Tanta
importancia daba Jesús al Espíritu Santo, que llega a decir a los apóstoles
cuando los ve tan preocupados en la Ultima Cena:
-
Os conviene que yo me vaya. Porque si no me voy, el Espíritu Santo no vendrá
sobre vosotros; pero, si me voy, os lo enviaré y estará siempre con vosotros
sin dejaros ya más.
Es
Lucas quien nos cuenta en los Hechos de los Apóstoles cómo ocurrió todo aquello
del día de Pentecostés. La Iglesia, se ha dicho siempre, nació del costado de
Cristo pendiente de la cruz, igual que había salido Eva del costado de Adán
dormido bajo las frondas del paraíso. Pero la manifestación de este nacimiento
de la Iglesia se va a realizar en este día con la efusión clamorosa del
Espíritu Santo.
Jerusalén
hervía de gente venida de todas las partes del Imperio, cuando se sintió un
viento huracanado y bajaron del techo a la sala unas como lenguas de fuego que
iluminaron y abrasaron a los apóstoles, reunidos allí con María, la Madre de
Jesús.
¿Qué
ocurre después? Todos lo sabemos.
Los
cobardes se convierten en unos valientes que empiezan a predicar sin miedo,
dando testimonio de Jesús, el Crucificado y Resucitado.
Los
ignorantes pescadores y campesinos, que no han cursado en las escuelas
superiores de Jerusalén, desarrollan las Sagradas Escrituras de modo que dejan
tapada la boca de los sabios de Israel.
Sin
poder humano alguno, realizan milagros resonantes, como el del paralítico a la
entrada del Templo, o con los enfermos que la gente saca a la calle para que
les toque al menos la sombra de Pedro al pasar, y quedan curados.
Se
reaviva la oración y la piedad en el templo, al que acuden los creyentes como
los más fieles del pueblo. La oración ahora es algo vivo, y no un formulismo
muerto.
Todos
ven cómo los discípulos se aman y no tienen más que un solo corazón.
Escuchan
sin cansarse la doctrina del Señor Jesús, enseñada por los Apóstoles.
La
Fracción del Pan celebración de la Eucaristía en las reuniones hace presente al
Señor en medio de la Iglesia naciente.
Contra
todo lo que ocurría antes en el pueblo, ahora en los bautizados se da una gran
fidelidad a la Ley, pero con una libertad muy grande también, pues, como dirá
posteriormente Pablo, donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad..
¿Quién
obra semejantes maravillas? ¿Quién es el causante de este cambio de vida?
¿Quién está impulsando y animándolo todo?...
Es
el Espíritu Santo, el que bajó sobre la Iglesia naciente el día de Pentecostés;
el
que la lanzaba por el mundo, empezando por Jerusalén, para renovar la faz de la
tierra;
el
que santificaba a todos sus miembros, llenándolos de la Gracia de Dios;
el
que glorificaba al Señor Jesús, abriendo la boca de los apóstoles que lo
anunciaban, igual que abría los oídos de los oyentes para que aceptaran el
mensaje de salvación;
el
que distribuía los dones en la Iglesia, dando a cada uno su misión particular,
para santificación propia y bien de toda la comunidad;
el
que llenaba, si era preciso, de vigor a los escogidos para dar el supremo
testimonio de la sangre, como a Esteban, el primer mártir de la Iglesia;
el
que se adelantaba incluso a la predicación de los Apóstoles y al mismo
Bautismo, y bajaba sobre el militar Cornelio en la ciudad de Cesarea,
indicándole a Pedro:
-
También para los paganos y extranjeros es el mensaje de la salvación, y tú
debes admitirlos en la Iglesia...
¿Para
qué seguir enumerando las obras y obras que los Hechos de los Apóstoles nos
señalan como inspiradas y llevadas a cabo por la acción del Espíritu Santo?...
Este libro tan bello de Lucas ha sido llamado con razón elEvangelio del
Espíritu Santo, ¡y hay que ver cómo sus páginas nos hacen conocer y amar al
Espíritu Divino que mora en nosotros, que mueve toda la actividad de la
Iglesia, y nos hace suspirar siempre por el encuentro con el Señor Jesús!...
¡Espíritu Santo!
¡Espíritu Divino!
¡Huésped de nuestras almas!...
Eres la sombra que cubrió a María.
¡Envuélvenos y guárdanos limpios con pureza celestial!
Eres viento impetuoso.
¡No nos dejes en paz, e impúlsanos a obrar siempre el bien!
Eres fuego ardiente.
¡Ilumínanos la mente y abrásanos el corazón!
Eres paloma inocente.
¡Danos la paz, la paz de las armas a la vez que la paz de las almas!
¡Ven, Espíritu Santo, y quédate siempre con nosotros!...
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