El Horeb
El número de años en que Israel vaga por el
desierto del Sinaí es de cuarenta según el texto bíblico; pero esa cifra es
simbólica. Corresponde al número de semanas en que la mujer lleva al hijo en su
seno: es pues a la vez tiempo de prueba y tiempo de esperanza. El Horeb será la
etapa capital de ese largo caminar: allí será donde la tradición establecerá
igualmente el episodio de la zarza ardiente.
En el Horeb Dios se manifiesta, Dios habla, y
Moisés, descalzo y el pueblo purificado, escuchan la voz de su Dios sin morir:
¿Ha quedado con vida algún pueblo después de haber oído, como tú, la voz de
Dios vivo? (Dt 4,32).
En el Horeb Dios se revela: “Yo soy Yavé, Yo soy:
YO-SOY” (Ex 3,15)
En el Horeb Dios da la Ley al pueblo que se ha
elegido. Observar esa ley será para él la manera de expresar su fidelidad al
llamado único que ha oído al pie de la Montaña Santa.
El encuentro en Cadés-Barne
El testimonio de la experiencia que habían vivido
los clanes salidos de la “casa de la esclavitud” guiados por Moisés se difundió
en los siguientes decenios entre las demás tribus que habían permanecido en
Palestina, o que habían vuelto en el siglo 16 a raíz del movimiento xenófobo que acompañó
a la victoria de Ahmosis sobre los Hicsos. Ese compartir experiencias se
efectuó especialmente en Cadés-Barne, cuyo nombre significa el (lugar) santo de
Barné. Ese oasis de manantiales abundantes donde se cruzan las rutas que llevan
a Egipto, a Berseba y al golfo de Eilat, fue un lugar de encuentro privilegiado
entre los clanes conducidos por Moisés y las tribus que estaban en Palestina.
Debido a la celosa independencia de los nómadas,
las tradiciones orales evolucionaron en uno y otro lado de manera original y
diversa, pero en el siguiente período la voluntad de unificación del poder real
produjo fusiones, agrupamientos a veces inadecuados de esas mismas tradiciones.
Por lo tanto es muy difícil hoy en día decir más sobre esa experiencia
espiritual compartida. Pero es evidente que fue una cosa decisiva para el
porvenir: la salida de Egipto y el ascenso a la Tierra Prometida
permanecieron, a lo largo de toda la tradición judíocristiana, como la
experiencia inicial y fundadora de todas las liberaciones que Dios ha realizado
en favor de su pueblo, y que encontrará su plenitud en Jesucristo en el
Misterio Pascual.
Josué
Será Josué quien hará cruzar el Jordán al pueblo
de inmigrantes que Moisés condujo desde Egipto hasta el Monte Nebo. Él lo
introducirá en la
Tierra Prometida.
Hablar de pueblo es mucho decir. En realidad no se
trata todavía más que de algunos clanes, a los que se agregaron nuevos
elementos durante el alto en el lugar santo de Cadés-Barné. Por pocos que sean
esos nómadas confiados ahora a Josué, llevan consigo una experiencia tan enriquecedora
que será pronto la herencia espiritual de todos. Frente a los cananeos que
viven en las ciudades y cultivan los campos de los alrededores, esos nómadas
van tomando poco a poco conciencia de su originalidad y de su identidad.
Durante este período de Josué y de los Jueces se constituye realmente el pueblo
de Israel.
El libro de Josué nos presenta una conquista
sistemática del país llevada a cabo por Josué a la cabeza de las tribus; pero
de hecho las cosas pasaron de manera muy diferente debido a dos razones. En
primer lugar, como lo confirman las excavaciones arqueológicas, sólo algunas
tribus del sur se vieron afectadas por el exilio a Egipto y los posteriores
retornos a la tierra de Canaán. Por otra parte, los clanes nómadas estaban en
situación de inferioridad frente a los ocupantes de las ciudades; al abrigo de
sus fortificaciones, los cananeos, poseían armas de guerra y carros terribles;
en cuanto a los filisteos eran expertos en la metalurgia y sus ciudades
portuarias les permitían el comercio de los metales.
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