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Lo reconozco... estuve hablando con el buzón de voz Por Carlos Gómez-Vírseda, sj

Era la fiesta de inicio de curso. Tenía tanta vergüenza que no sabía donde meterme, así que saqué el móvil y me puse a hablar durante un buen rato con la operadora. Menú alante, menú atrás… Aquel truco me dio unos minutos de margen para hacerme la pregunta: ¿Qué hacía yo metido en un Colegio Mayor?
Ya veis, soy un jesuita de 25 años al que, un buen día, le dijo el Superior: ¿por qué no vas a hacer pastoral al Colegio Mayor Loyola en Madrid? Allá nos fuimos. Y hablo en plural, porque en esta aventura hemos estado embarcados Checa y yo, compañeros de fatigas desde el noviciado. Menos mal. Porque en equipo se aprende más y mejor. Os cuento.
La vida en un Colegio Mayor es distinta a todo lo que había visto hasta ahora. Es un micro-mundo que tiene su propio ritmo, sus propias normas, su propio lenguaje…
Lo primero y más difícil fue abrirse un hueco en medio de un ritmo de vida tan cargado: clases, idiomas, deportes, charlas…
Y en mitad de todo aquello, llegábamos nosotros, “los curas”, y colgábamos nuestro cartel en el corcho. “Este martes nos vemos a las 21,00 h”. Y rodeándolo, otros 7 carteles: FIESTA, BAILE, FUNKY, CAPEA… ¡Puf!
Pasamos a la ofensiva. Llenábamos el colegio de carteles y lo avisábamos por megafonía. Estábamos convencidos de que teníamos algo que aportar: un espacio donde pararse y crecer por dentro. Porque un universitario no es sólo una máquina de estudiar y divertirse. Si no crece hacia lo profundo se queda cojo, descompensado…
Eso intentamos ofrecer. Y eso nos agradecían cada vez que nos íbamos de allí: “Jo, estos ratos suelen darnos pereza porque trastocan todo. Pero luego nos hacen bien…” Y tras esto solían bajar la mirada. Me quedo con esta imagen.
La pena es que hoy en día nos cuesta mucho mantener esta búsqueda encendida. Olvidamos pronto lo que no tiene fruto inmediato, aunque nos haga bien a la larga. Así que al martes siguiente había que volver a insistir… y volver a llenar el colegio de carteles. Eso hemos hecho, pero ha merecido la pena.
El curso termina con un buen balance de reuniones, voluntariados, oraciones, charlas… Pero sobre todo termina con un buen número de rostros y conversaciones. Aquella gente que me daba miedo el primer día, cuando tuve que sacar el móvil para disimular, son hoy caras conocidas y queridas. Gente con la que comparto camino, gente que busca. Como tú y como yo.

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