2. Pruebas de la existencia de Dios
10.08.85
1. Cuando nos preguntamos: ´¿Por qué
creemos en Dios?´, la primera respuesta es la de nuestra fe: Dios se ha
revelado a la humanidad, entrando en contacto con los hombres. La suprema
revelación de Dios se nos ha dado en Jesucristo, Dios encarnado. Creemos en
Dios porque Dios se ha hecho descubrir por nosotros como el Ser Supremo, el
gran ´Existente´.
Sin embargo esta fe en un Dios que se
revela, encuentra también un apoyo en los razonamientos de nuestra
inteligencia. Cuando reflexionamos, constatamos que no faltan las pruebas de la
existencia de Dios. Estas han sido elaboradas por pensadores bajo forma de
demostraciones filosóficas, de acuerdo con la concatenación de una lógica
rigurosa. Pero pueden revestir también una forma más sencilla y, como tales,
son accesibles a todo hombre que trata de comprender lo que significa el mundo
que le rodea.
2. Cuando se habla de pruebas de la
existencia de Dios, debemos subrayar que no se trata de pruebas de orden
científico experimental. Las pruebas científicas, en el sentido moderno de la
palabra, valen sólo para las cosas perceptibles por los sentidos, puesto que
sólo sobre éstas pueden ejercitarse los instrumentos de investigación y de
verificación de que se sirve la ciencia. Querer una prueba científica de Dios,
significaría rebajar a Dios al rango de los seres de nuestro mundo, y por tanto
equivocarse ya metodológicamente sobre aquello que Dios es. La ciencia debe
reconocer sus límites e impotencia para alcanzar la existencia de Dios: ella no
puede ni afirmar ni negar esta existencia.
De ello, sin embargo, no debe sacarse la
conclusión que los científicos son incapaces de encontrar, en sus estudios
científicos, razones válidas para admitir la existencia de Dios. Si la ciencia
como tal no puede alcanzar a Dios, el científico, que posee una inteligencia
cuyo objeto no está limitado a las cosas sensibles, puede descubrir en el mundo
las razones para afirmar la existencia de un Ser que lo supera. Muchos científicos
han hecho y hacen este descubrimiento.
Aquel que, con espíritu abierto,
reflexiona en lo que está implicado en la existencia del universo, no puede por
menos de plantearse el problema del inicio. Instintivamente cuando somos
testigos de ciertos acontecimientos, nos preguntamos cuáles son las causas.
¿Cómo no hacer la misma pregunta para el conjunto de los seres y de los
fenómenos que descubrimos en el mundo?.
3. Una hipótesis científica como la de la
expansión del universo hace aparecer más claramente el problema: si el universo
se halla en continua expansión, no se debería remontar en el tiempo hasta lo
que se podría llamar ´momento inicial´, aquel en el que comenzó la expansión?.
Pero, sea cual fuere la teoría adoptada sobre el origen del mundo, la cuestión
más fundamental no puede eludirse. Este universo en constante movimiento
postula la existencia de una Causa que, dándole el ser, le ha comunicado ese
movimiento y sigue alimentándolo. Sin tal Causa Suprema, el mundo y todo el
movimiento existente en él permanecerían ´inexplicados´ e ´inexplicables´, y
nuestra inteligencia no podría estar satisfecha. El espíritu humano puede
percibir una respuesta a sus interrogantes sólo admitiendo un Ser que ha creado
el mundo con todo su dinamismo, y que sigue conservándolo en la existencia.
4. La necesidad de remontarse a una Causa
suprema se impone todavía más cuando se considera la organización perfecta que
la ciencia no deja de descubrir en la estructura de la materia. Cuando la
inteligencia humana se aplica con tanta fatiga a determinar la constitución y
las modalidades de acción de las partículas materiales, ¿no es inducida, tal
vez, a buscar el origen de una Inteligencia superior, que ha concebido todo?.
Frente a las maravillas de lo que se puede llamar el mundo inmensamente pequeño
del átomo, y el mundo inmensamente grande del cosmos, el espíritu del hombre se
siente totalmente superado en sus posibilidades de creación e incluso de
imaginación, y comprende que una obra de tal calidad y de tales proporciones requiere
un Creador, cuya sabiduría transcienda toda medida, cuya potencia sea infinita.
5. Todas las observaciones concernientes
al desarrollo de la vida llevan a una conclusión análoga. La evolución de los
seres vivientes, de los cuales la ciencia trata de determinar las etapas, y
discernir el mecanismo, presenta una finalidad interna que suscita la
admiración. Esta finalidad que orienta a los seres en una dirección, de la que
no son dueños ni responsables, obliga a suponer un Espíritu que es su inventor,
el Creador.
La historia de la humanidad y la vida de
toda persona humana manifiestan una finalidad todavía más impresionante.
Ciertamente el hombre no puede explicarse a sí mismo el sentido de todo lo que
le sucede, y por tanto debe reconocer que no es dueño de su propio destino. No
sólo no se ha hecho él a sí mismo, sino que no tiene ni siquiera el poder de
dominar el curso de los acontecimientos ni el desarrollo de su existencia. Sin
embargo, está convencido de tener un destino y trata de descubrir cómo lo ha
recibido, cómo está inscrito en su ser. En ciertos momentos puede discernir más
fácilmente una finalidad secreta, que se transparenta de un conjunto de
circunstancias o de acontecimientos. Así, está llevado a afirmar la soberanía
de Aquel que le ha creado y que dirige su vida presente.
6. Finalmente, entre las cualidades de
este mundo que impulsan a mirar hacia lo alto está la belleza. Ella se
manifiesta en las multiformes maravillas de la naturaleza; se traduce en
innumerables obras de arte, literatura, música, pintura, artes plásticas. Se
hace apreciar también en la conducta moral: hay tantos buenos sentimientos,
tantos gestos estupendos. El hombre es consciente de ´recibir´ toda esta
belleza, aunque con su acción concurre a su manifestación. El la descubre y la
admira plenamente sólo cuando reconoce su fuente, la belleza transcendente de
Dios.
7. A todas estas ´indicaciones´ sobre la
existencia de Dios creador, algunos oponen la fuerza del caso o de mecanismos
propios de la materia. Hablar de Caso para un universo que presenta una
organización tan compleja de elementos y una finalidad en la vida tan
maravillosa, significa renunciar a la búsqueda de una explicación del mundo
como nos aparece. En realidad, ello equivale a querer admitir efectos sin causa.
Se trata de una abdicación de la inteligencia humana que renunciaría a pensar,
a buscar una solución a sus problemas.
En conclusión, una infinidad de indicios
empuja al hombre, que se esfuerza por comprender el universo en que vive, a
orientar su mirada al Creador. Las pruebas de la existencia de Dios son
múltiples y convergentes. Ellas contribuyen a mostrar que la fe no mortifica la
inteligencia humana, sino que la estimula a reflexionar y le permite comprender
mejor todos los ´porqués´ que plantea la observación de lo real.
3. Los hombres de ciencia y Dios 17.07.85
1. Es opinión bastante difundida que los
hombres de ciencia son generalmente agnósticos y que la ciencia aleja de Dios.
¿Qué hay de verdad en esta opinión?
Los extraordinarios progresos realizados
por la ciencia, particularmente en los últimos dos siglos, han inducido a veces
a creer que la ciencia sea capaz de dar respuesta por si sola a todos los
interrogantes del hombre y de resolver todos los problemas. Algunos han
deducido de ello que ya no habría ninguna necesidad de Dios. La confianza en la
ciencia habría suplantado a la fe.
Entre ciencia y fe -se ha dicho- es
necesario hacer una elección: o se cree en una o se abraza la otra. Quien
persigue el esfuerzo de la investigación científica, no tiene ya necesidad de
Dios; y viceversa, quien quiere creer en Dios, no puede ser un científico
serio, porque entre ciencia y fe hay un contraste irreducible.
2. El Concilio Vaticano II ha expresado
una condición bien diversa. En la Constitución Gaudium et Spes se afirma: ´La
investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una
forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en
realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen
su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con perseverancia y humildad se
esfuerza por penetraren los secretos de la realidad, está llevado, aun sin
saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a
todas ellas el ser´ (Gaudium et Spes, 36).
De hecho se puede observar que siempre
han existido y existen todavía eminentes hombres de ciencia, que en el contexto
de su humana experiencia han creído positiva y benéficamente en Dios. Una
encuesta de hace cincuenta años, realizada con 398 científicos entre los más
ilustres, puso de relieve que sólo 16 se declararon no creyentes, 15 agnósticos
y 367 creyentes (cfr. A.Ey mieu, la part des croyants dans les progres de la
science, 6ª ed., Perrin,1935, pág. 274).
3. Todavía más interesante y proficuo es
darse cuenta de por qué muchos científicos de ayer y de hoy ven no sólo
conciliable, sino felizmente integrante la investigación científica
rigurosamente realizada con el sincero y gozoso reconocimiento de la existencia
de Dios.
De las consideraciones que acompañan a
menudo como un diario espiritual su empeño científico, sería fácil ver el
entrecruzamiento de dos elementos: el primero es cómo la misma investigación,
en lo grande y en lo pequeño, realizada con extremo rigor, deja siempre espacio
a ulteriores preguntas en un proceso sin fin, que descubre en la realidad una
inmensidad, una armonía, una finalidad inexplicable en términos de casualidad o
mediante los solos recursos científicos. A ello se añade la insuprimible
petición de sentido, de más alta racionalidad, más aún, de algo o de Alguien
capaz de satisfacer necesidades interiores, que el mismo refinado progreso
científico, lejos de suprimir, acrecienta.
4. Mirándolo bien, el paso a la
afirmación religiosa no viene por si en fuerza del método científico
experimental, sino en fuerza de principios filosóficos elementales, cuales el
de causalidad, finalidad, razón suficiente, que un científico, como hombre,
ejercita en el contacto diario con la vida y con la realidad que estudia. Más
aún, la condición de centinela del mundo moderno, que entrevé el primero la
enorme complejidad y al mismo tiempo la maravillosa armonía de la realidad,
hace del científico un testigo privilegiado de la plausibilidad del dato
religioso, un hombre capaz de mostrar cómo la admisión de la trascendencia,
lejos de dañar la autonomía y los fines de la investigación, la estimula por el
contrario a superarse continuamente, en una experiencia de autotranscendencia
relativa del misterio humano.
Si luego se considera que hoy los
dilatados horizontes de la investigación, sobre todo en lo que se refiere a las
fuentes mismas de la vida, plantean interrogantes inquietantes acerca del uso
recto de las conquistas científicas, no nos sorprende que cada vez con mayor
frecuencia se manifieste en los científicos la petición de criterios morales
seguros, capaces de sustraer al hombre de todo arbitrio. ¿Y quien, sino Dios,
podrá fundar un orden moral en el que la dignidad del hombre, de todo hombre,
sea tutelada y promovida de manera estable?
Ciertamente la religión cristiana, si no
puede considerar razonables ciertas confesiones de ateísmo o de agnosticismo en
nombre de la ciencia, sin embargo, es igualmente firme el no acoger
afirmaciones sobre Dios que provengan de formas no rigurosamente atentas a los
procesos racionales.
5. A este punto seria muy hermoso hacer
escuchar de algún modo las razones por las que no pocos científicos afirman
positivamente la existencia de Dios y ver qué relación personal con Dios, con
el hombre y con los grandes problemas y valores supremos de la vida los
sostienen. Cómo a menudo el silencio, la meditación, la imaginación creadora,
el sereno despego de las cosas, el sentido social del descubrimiento, la pureza
de corazón son poderosos factores que les abren un mundo de significados que no
pueden ser desatendidos por quienquiera que proceda con igual lealtad y amor
hacia la verdad.
Baste aquí la referencia a un científico
italiano, Enrico Medi, desaparecido hace pocos años. En su intervención en el
Congreso Catequístico Internacional de Roma en 1971, afirmaba: ´Cuando digo a
un joven: mira, allí hay una estrella nueva, una galaxia, una estrella de
neutrones, a cien millones de años luz de lejanía. Y, sin embargo, los
protones, los electrones, los neutrones, los mesones que hay allí son idénticos
a los que están en este micrófono. La identidad excluye la probabilidad. Lo que
es idéntico no es probable. Por tanto, hay una causa, fuera del espacio, fuera
del tiempo, dueña del ser, que ha dado al ser, ser así. Y esto es Dios.
´El ser, hablo científicamente, que ha
dado a las cosas la causa de ser idénticas a mil millones de años-luz de
distancia, existe. Y partículas idénticas en el universo tenemos 10 elevadas a
la 85ª potencia... ¿Queremos entonces acoger el canto de las galaxias? Si yo
fuera Francisco de Asís proclamaría: "Oh galaxias de los cielos inmensos,
alabad a mi Dios porque es omnipotente y bueno! "Oh átomos, protones,
electrones! "Oh canto de los pájaros, rumor de las hojas, silbar del viento,
cantad a través de las manos del hombre y como plegaria, el himno que llega
hasta Dios!´ (Atti del II Congreso Catechistico Internazionale, Roma, 20-25
septiembre de 1971, Roma, Studium, 1972, págs. 449-450).
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