Jefes carismáticos
La obligación impuesta a unos y a otros de vivir
juntos en una misma tierra produjo ciertamente muchos choques. Lo que va a
salvar el porvenir de las tribus de Israel será tanto la agresividad de unas de
ellas (pensemos en la tribu de Efraím cuyas hazañas son contadas en el libro de
Josué) como, y sobre todo, su confianza en la ayuda de Dios que experimentaron
muchas veces.
Después de Josué los israelitas, desorganizados y
divididos, se reagruparon en los momentos difíciles alrededor de jueces de
tribus o de jefes innatos surgidos del pueblo, como Débora o Gedeón. El profeta
Samuel era uno de ellos, y fue el último. Sus hijos eran mediocres y
corrompidos; eso, más la edad avanzada de Samuel, fue un buen pretexto para el
pueblo para pedirle un rey como lo tenían las demás naciones. De hecho, se
había acabado el tiempo del nomadismo y las tribus, establecidas ahora en la
tierra, deseaban nuevas instituciones.
El silencio de las grandes potencias
Puede uno extrañarse de que ese pequeño mundo,
cananeos, israelitas y filisteos, sin contar a los amalecitas, madianitas y
otras tribus más o menos nómadas, hayan podido, durante ese tiempo, aliarse,
enfrentarse y arreglar sus problemas sin suscitar la menor reacción de las grandes
potencias de la época. Es que estaban muy debilitadas. La vigésima dinastía
termina lamentablemente en Egipto con el reino de Ramsés XI, quien ve a su
primer ministro, el sumo sacerdote de Amón, arrebatarle el trono y gobernar en
el Alto Egipto, mientras que en el Bajo Egipto un hijo del vencido faraón,
Smendes, hace de Tanis su capital. En Mesopotamia, las cosas no van mucho
mejor. Desde comienzos del siglo undécimo, asirios, babilonios y elamitas han
ido agotando sus fuerzas por imponer su supremacía. Estando fuera de carrera
Egipto y Mesopotamia ¿podía todavía esperarse alguna intervención venida del
norte?
El imperio hitita, que en el siglo 13 había
inquietado un tiempo al gran Ramsés, había sufrido en el siglo siguiente
incursiones extranjeras, y ahora tracios, frigios y armenios se empeñaban en
despedazarlo. En tales circunstancias los pequeños estados del Cercano Oriente
podían llevar a cabo sus proyectos sin verse molestados por los grandes.
El tiempo de los reyes Los ancianos piden un rey
Hacia los años 1050, el crecimiento demográfico de
los antiguos nómadas preocupa a los pequeños reinos de Palestina y estalla el
conflicto entre la federación filistea y las tribus de Israel. El libro de
Samuel comienza con el relato de un enfrentamiento desastroso con la federación
filistea en esa época: “Los filisteos se lanzaron al ataque y derrotaron a
Israel… el Arca de Dios fue capturada…” (1Sam 4,1).
Los filisteos, establecidos hacía ya dos siglos en
la costa sur, representaban en ese momento el principal peligro. En el combate
de Eben-Ha-Ezer los filisteos mostraron la superioridad de su armamento y la
fuerza de su unión. Para los nómadas, tan celosos de su independencia, la
centralización del poder se volvió una necesidad y resolvieron seguir el camino
de la sabiduría. Ocurre entonces la elección de Saúl.
David
Saúl fue un rey de transición, pero la elección de
David por Dios y su consagración por Samuel marcan un giro decisivo en la
historia de Israel. Apenas ascendido al trono, David se esfuerza por restaurar
la unidad de las tribus que acaba de volar en pedazos después de la muerte de
Saúl. Para evitar cualquier favoritismo, conquista su capital, que no figuraba
en el catastro de ninguna tribu. La ciudad había permanecido hasta esos días en
manos de los jebuseos, una rama de la gran familia cananea. David se apodera de
ella, y será Jerusalén. La ciudad será tanto la Ciudad de David como la Ciudad de Dios: de ahí que
el primer acto del rey es ordenar que ascienda el arca de la Alianza a su nueva
capital.
Los primeros años de David están consagrados a las
guerras que le permiten imponerse primero como único soberano de Israel y luego
como líder de Siria y Palestina. Por algunos años impone la “paz israelita” a
todos sus vecinos. La población israelita domina pues el país, mezclada con los
pueblos más antiguos, filisteos y sobre todo cananeos, los que no desaparecerán
y que recuperarán el poder en cuanto se lo permita la ocasión. Si bien Israel
impone en adelante su ley, la cultura cananea persiste y las denuncias de los
profetas son testigos del importante papel que desempeñaban las culturas
cananeas hasta mucho después del Exilio en la vida cotidiana del pueblo
elegido.
Entre los hijos de David, nacidos de diferentes
mujeres, se desata la lucha por el poder, hasta que Salomón se queda con él,
gracias al apoyo del profeta Natán que ve en él el amado de Yavé. Pero su
ambición y su ansia de aparentar lo empujan a una política de prestigio: se
casa con mujeres extranjeras, hasta una hija del Faraón entra al harén real.
Acoge a la reina de Saba, establece alianzas, comercia con el Asia Menor. Esta
política en la que el gusto por el lujo va unido a los compromisos atrae tanto
los reproches de Dios como la cólera del pueblo.
El pueblo está cansado de los trabajos forzados
cada vez más numerosos, del látigo de los capataces de obras; por eso a la
muerte de Salomón estalla el conflicto. Ante las reclamaciones de los jefes de
tribus, que fueron a Siquem a exponer la causa del pueblo, el joven rey, Roboam,
endurece su postura; la reacción es inmediata, se produce la secesión de todas
las tribus del norte. Se unen a Jeroboam que hace de Siquem su capital.
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