Éxodo y tierra prometida: Un silencio de varios siglos
En el último capítulo del Génesis, asistimos a los
funerales de José, al que la
Biblia presenta como uno de los doce hijos de Jacob. No hay
que ver allí un informe de una situación familiar precisa y de los doce hijos reunidos
bajo la autoridad del viejo patriarca. Al presentar esa imagen de los orígenes
comunes de las doce tribus, el autor sagrado procuraba más bien fortalecer su
unidad siempre tambaleante. Ese escritor del tiempo de Salomón no tenía los
medios para reconstituir el contexto exacto dentro del cual había evolucionado
José, su héroe, e incluso, hay muchos anacronismos en su relato, como por
ejemplo los nombres egipcios que cita (Sophnat-Panéah, Asnat, Poti-Phéra), que
son del siglo 11. Sin embargo, la imagen que presenta de las relaciones entre
el faraón, José y los hijos de Jacob corresponde con bastante exactitud a la
situación que había vivido Egipto en el siglo 17, la probable época en que
vivió el patriarca, cuando Egipto acababa de caer bajo el dominio de príncipes
extranjeros venidos de Palestina.
La historia de José conserva el recuerdo de
frecuentes incursiones de nómadas impulsados por el hambre a las tierras de
cultivo del delta. Deja también traslucir cómo algunos “asiáticos” de origen
tal vez muy modesto, llegaron a ocupar puestos de alta responsabilidad durante
el período de los Hicsos.
El Éxodo de Moisés
Grandes faraones, Tutmosis I y Tutmosis II
devuelven al Egipto reunificado la gloria y la autoridad perdidas. Pero
Aknatón, el singular Faraón místico, deja sumido al país del Nilo en una crisis
terrible; el clero de Amón se opone ferozmente al culto de Atón impuesto por el
soberano, en el mismo momento en que las provincias exteriores se rebelan. Es
necesaria toda la energía de Horemheb, general en jefe de los ejércitos de
Tutankamón, y el apoyo incondicional del clero de Tebas para arrancar a Egipto
del abismo y devolverle con la 19ª dinastía una nueva y última hora de gloria.
Sethi y su hijo Ramsés II construyen fortificaciones en la frontera oriental y
en la ruta del mar, y la capital se desplaza al delta. Todas esas
construcciones requieren de mano de obra numerosa, la que se recluta de buen o
mal grado entre los nómadas que se habían quedado después de la expulsión de
los Hicsos o que habían vuelto aprovechando el debilitamiento de Egipto en el
siglo anterior.
Fue entonces cuando algunos de esos clanes
salieron al desierto bajo el pretexto de ofrecer un sacrificio conforme a sus
costumbres ancestrales, y se fugaron. Bajo la conducción de Moisés, evitando el
camino más directo pero también más controlado por Egipto, el camino del mar,
se sumergen en las sendas utilizadas por los convoyes de prisioneros condenados
al trabajo de las minas de turquesa de Serabit-el-Khadim, y llegan hasta el macizo
granítico del sur de la península. Fue en el transcurso de ese largo camino
cuando Dios multiplicó para ellos las señales de su fidelidad. Los libros del
Éxodo y de los Salmos nos cuentan bajo diferentes formas las maravillas de Dios
a orillas del Mar al que el texto bíblico llama Mar de las Cañas.
La elección de Israel
Los textos bíblicos otorgan a la salida de Egipto
una importancia capital, que es expresada así por el Deuteronomio: “Nunca hubo
un Dios que fuera a buscarse un pueblo y lo sacara de en medio de otro pueblo,
a fuerza de pruebas y de señales” (Dt 4,34). Se trata en ese momento de un
verdadero alumbramiento. Dios hace nacer un pueblo nuevo e Israel recordará en
adelante la salida de Egipto como el día de su nacimiento como pueblo de Dios.
La salida de Egipto irá ligada a la revelación del
Horeb, la que dará a ese pueblo recién nacido su verdadera identidad: Yavé se
ha ligado a ti, y te ha elegido… por el amor que te tiene y para cumplir el
juramento hecho a tus padres. Por eso, Yavé, con mano firme, te sacó de la
esclavitud y del poder de Faraón, rey de Egipto (Dt 7,7).
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