Cuento contigo
Legado de amistad: Autor:
Liana Castello Escritora castelloliana@gmail.com
Una vez que logre su afianzamiento y amplíe la cantidad de miembros
para ir adonde “nadie va” y compartir con quien “nadie quiera estar” para
acercarlos a Jesús, el grupo buscará responder a las necesidades de aquí con
algunas de las actividades promovidas en el Perú.
En este 2013, proyectan continuar con la evangelización a las
familias en el Delta del Tigre, mediante catequesis y bautismos, y están
evaluando parroquias para colaborar con los sacerdotes y la organización de las
pascuas juveniles misioneras con cantos, oraciones y reflexiones.
No es fácil perder un amigo, en ningún momento y a ninguna edad.
Enrique fue mi mejor amigo por tanto tiempo que ya casi ni recuerdo cuánto. Tuvimos
una hermosa amistad que supo acomodarse al tiempo y a las diferentes
situaciones que este nos ofrecía.
Ambos éramos muy distintos,
tanto que muchas veces me pregunté cómo podíamos ser tan amigos. Con los años
entendí que tal vez esas diferencias nos unían.
Enrique era un “alma libre”
como él decía. No se había casado, no tenía hijos. Tampoco tenía padres o
hermanos. No se ataba a ningún trabajo y no ambicionaba nada en particular. Le
alcanzaba con que le alcanzase y no buscaba nada más. Vivía en una pequeña casa
alquilada con la única compañía de su otro gran amigo, su perro Indio.
Yo, en cambio, tenía esposa,
hijos, casa propia y un trabajo del que cualquiera podría sentir orgullo.
Cierto día me dijo:
―¿Sabes qué? Es un gran beneficio no
tener nada. Imagínate qué fácil será cuando yo muera, no habrá nadie para
reclamar nada― rió, y yo pensé que algo de razón tenía. Estaba muy equivocado.
Enrique murió de repente.
¿Estaría enfermo, y yo no lo sabía? Tal vez ni él lo sabía. Quizá era su hora,
y así, de pronto, me quedé sin mi amigo.
No hubo velorio, y yo lo
despedí en el cementerio como pude, torpemente, amargamente, con una sensación
de infinita soledad.
Al día siguiente, fui a su
casa, alguien debía ocuparse de las pocas cosas que Enrique había dejado, y
allí lo encontré. Indio estaba ahí, esperando a mi amigo, sin resignarse como
yo.
Tanta era mi desazón que no me había acordado de que el perro
estaba solo en la casa. Le di de comer y de beber, y me senté junto a él en el
piso. Indio esperaba, no se daba por vencido, y, por un momento, yo esperé
también, como si el regreso de nuestro amigo fuese posible.
El timbre nos sobresaltó a ambos, pero no se trataba de un milagro
que nos devolvía a Enrique, era el propietario de la casa.
―Su amigo me pagó hasta fin de mes, así que ―hasta que llegué ese día― tiene tiempo de desocupar
este desorden ―no dijo más que eso y se fue.
Entonces, comenzó para mí
una rutina diaria. Todos los días pasaba por la casa de Enrique, no tanto para
desocuparla, sino, sobre todo, para darle de comer a Indio y hacerle compañía.
Con las pocas pertenencias de mi amigo terminé al poco tiempo, no era mucho
realmente, y doné todo.
Pero qué haría con Indio.
Sabía que él seguía esperando a Enrique, pero un día me di cuenta de que me
esperaba a mí también.
Ambos nos hacíamos compañía
y compartíamos ese dolor indescriptible que significaba haber perdido a nuestro
mejor amigo. El tiempo pasaba, fin de mes se acercaba, y algo debía hacer con
Indio. Ya no solo nos unía el recuerdo de Enrique, había un vínculo entre
nosotros.
No sería fácil convencer a
mi esposa y no lo fue; sin embargo, ella aceptó que Indio no podía quedar sólo
y que, si alguien debía hacerse cargo de él, ese era yo.
El último día del mes cuando llegué a la que había sido la casa de
Enrique, Indio me esperaba moviendo su colita.
―Vamos, amigo, tienes que
conocer tu nuevo hogar ―le dije.
Mientras ambos caminábamos
hacia mi casa, pensé en qué equivocado había estado Enrique. Es cierto, no
había dejado dinero, ni joyas, ni nada de valor material, pero me había dejado
a Indio, a su otro mejor amigo.
Había recibido la herencia
más importante que se puede dejar, una herencia de amistad, de amor y de
cuidado. Mi gran amigo me había dejado como legado a otro amigo. ¡Qué mayor
tesoro podría haber recibido de él!
Indio ya no estaba solo, yo
tampoco. Estoy seguro de que Enrique sonreía feliz a vernos marchar hacia casa.
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